domingo, 5 de diciembre de 2010

Un instante entre un recuerdo y un sueño

Las personas, que afanosamente deambulamos por este planeta, estamos hechos de carne y hueso, sublimado polvo de estrellas a las que en un momento u otro volveremos.
Pero, ¿somos algo más?, ¿hay algo que nos diferencie del resto de polvo estelar que flota en el infinto universo?. Sin duda.
Somos un instante entre un recuerdo y un sueño.
Nuestros recuerdos son el armazón que nos permite vivir en la superficie de este guijarro que se tambalea en el espacio, nos protegen del vacio, de la solitud de la nada.
Nuestros sueños son el combustible que nos permitirá alcanzar las estrellas, volver a la fuente de nuestro origen.
El conjunto de nuestros recuerdos el pasado es. Lo olvidado, igual da si ocurrió o no, nadie lo recordará, y se vaporizará en el eterno entrópico del tiempo.
Si, cuando al final del camino miremos atrás, y podamos contemplar nuestra vida como alfombra entretejida de recuerdos, formando el continuo dibujo de nuestra existencia, habremos vivido. Si sólo la sábana blanca de nuestra propia mortaja contemplamos, nuestra vida habrá sido como una cerilla, combustión efímera de materia orgánica.
Aunque muramos, si alguien nos mantiene en sus recuerdos, si cada Penélope nos teje y desteje en su propia existencia, vivos seguiremos, Cronos vencido será. Y continuaremos, eternamente, renaciendo en cada hebra, en cada sueño.

Carlos Pino. Abril 2010

Marina

Arturo Ortega pasaba todas las tardes sentado frente a la ventana de la pequeña sala de estar.
Le gustaba sentarse en un viejo sillón de orejas que le acompañaba desde hacía años. Se tapaba las reumáticas rodillas con las enaguas de la mesa camilla que había bajo la ventana y en la que un pequeño brasero eléctrico aliviaba sus doloridas articulaciones.
Cuando venían sus sobrinos a visitarle con la intención de sacar alguna propina a su generosa hermana Carmen, siempre le encontraban en la misma posición, mirando por aquella ventana.
-Pero tío, le decían, ¿cómo puedes pasar las tardes mirando ese horrible edificio?, refiriéndose a una casa de ladrillo sucio que habían edificado los sindicatos para sus afiliados, -ve a ver la tele y así te animarás y se te quitará esa cara de triste, le decían. Luego le daban un rápido beso en la frente y, cogiendo al vuelo el billete que apenas asomaba por el delantal de Carmen, desaparecían escaleras abajo, hasta que sus vacíos bolsillos les recordaban que debían visitar a los parientes mayores.
Arturo contestaba con un neutro asentimiento a los económicos afectos de sus sobrinos, miraba de reojo a Carmen que, casi siempre que la visitaban soltaba alguna lágrima, y, tras inspirar profundamente, volvía sus ojos al cristal de la ventana.
Lo que no sabían sus sobrinos era que cuando Arturo miraba a través de la ventana, no veía el edificio de sindicatos, ni la ropa tendida en la ventana del segundo, ni el gato que paseaba por el alfeizar de la ventana del tercero mientras esquivaba los huesos que le lanzaba el hijo de la del cuarto. Arturo, cuando miraba por aquella ventana, veía el mar, el inmenso océano donde tantas veces se había internado sin la seguridad de volver y de donde tantas veces había regresado; unas veces radiante sobre el puente o la cubierta de algún elegante velero, y otras medio ahogado y, apenas asido a algún madero, era escupido, medio muerto, en las blancas playas de alguna costa, por ese mar que te atrae con su meloso ronroneo para luego clavar sus uñas en lo más profundo del corazón y enviarte a unos abismos que hasta el diablo evitaría visitar.
Los sobrinos de Arturo no sabían que no veía las bolsas de basura almacenadas en la terraza del primero, ni al vecino del segundo fumando una amarillenta colilla en camiseta de tirantes y silbando a las jóvenes que pasaban por la calle, ni a la del tercero que se pintaba las uñas de rojo sangre para ir a bailar al local de la asociación de vecinos.
Arturo veía tempestades, montañas de agua cayendo sobre la frágil estructura de un velero que aguantaba como podía la furia de los elementos, veía compañeros que, atados con cuerdas, intentaban recoger el trapo antes de que el huracán lo desarbolara por completo, veía cómo las olas arrastraban a algún compañero y oía el grito de hombre al agua, recordaba a los que luchaban por su propia supervivencia, que si llegaban al día siguiente, arrojarían al mar otro ataúd vacío.
Sobre todo veía glaucas miradas, labios temblorosos, manos anhelantes, que le despedían desde el malecón de cien puertos a los que anhelaba regresar y de los que escapaba, aunque cada silenciosa despedida rompiera en mil trozos su remendado corazón, rumbo a la inmensa incógnita del infinito océano.
Lo que no sabían sus sobrinos era que, cuando Arturo miraba por aquella ventana, no veía el vulgar edificio sindical, ni las miserias cotidianas de sus moradores. Lo que Arturo veía era otro tiempo y otro espacio donde la vida era riesgo y aventura, amor y pasión, dolor y amargura, donde la vida era cualquier cosa menos triste y vulgar; donde la vida era “su vida”.


Por Carlos Pino Cáceres
Dedicado a mi amigo Rodrigo Ortega

El último día

Hacía calor, Dios quiso que el último día del verano fuese también el último de nuestro pequeño pueblo.
Una ráfaga de aire cliente resecó mis labios a la vez que hacía rodar una escoba del desierto calle abajo.
Lentamente, me levanté del escaño en el que, tantas veces, había visto llegar trenes, marchar soldados, volver padres y marchar hijos, y llorar a mujeres solas. Caminé hacia el último vagón del último tren que iba a salir de nuestra pequeña estación. Ya no quedaba nadie, yo era el último.

Mientras recorría el breve trecho, miré hacia el fondo del valle y al igual que un torbellino, montañas de recuerdos se agolparon en mi mente.
Recordé la primera casa en la que viví: pequeño piso de barrio obrero de Madrid.
Recordé que la primera casa verdadera que tuvimos fue la de Asdrúbal. Lo pasábamos bien: dos habitaciones, cocina, y una gran patio donde comer y jugar al ping-pong. Nunca dormimos allí, a la abuela le daba miedo. Luego vino la crisis del petróleo, malvender todo y marchar al Norte.
Recordé que cerca de nuestra pequeña casa de minero había una gran mansión. Era la antigua sede social de la Sociedad Minera de P. Nosotros la llamábamos Cumbres Borrascosas, por la peli. Aunque sólo conocíamos lo que se veía desde la gran puerta de hierro, siempre excitó nuestra imaginación. Deseaba comprarla para vivir allí todos juntos para siempre… pero era imposible.
Recordé que pasábamos largos ratos pegados a la negra puerta de hierro desde donde se veían setos de matorrales abandonados flanqueando el camino de carruajes, techado por la estructura de un emparrado, entonces marchito, y al fondo, una gran casa de tres pisos.
Fachada, un día blanca, con doble puerta de madera en el centro, enmarcada con ladrillo rojo, y grandes ventanales de cuarterones.
Recordé que delante había una plazoleta de grava donde se detenían los coches de los personajes que se dirigían a jugar y fumar en el casino mientras sus mujeres se entretenían en los jardines o en la piscina. Trescientos metros bajo ellos, pobres diablos dejaban los pulmones y la vida arrancando el carbón que sustentaba su bienestar, como mi abuelo, que murió de silicosis, pero el médico puso que fue de pulmonía para no tener que pagar pensión a la viuda.
Recordé que alguna vez quisimos saltar la valla y jugar a ser señores, a tener poder, pero no nos atrevimos.
Recordé San Quintín, cuando íbamos a coger hongos, siempre nos fascinó aquel pueblo abandonado con su gigantesca y solitaria encina en la plaza de la ermita y sus blancas casas derruidas. A veces se oían ruidos, voces quedas, pero nunca vimos a nadie, supongo que algún desdichado aprovechaba lo poco que quedaba en pie.

Hay tantas cosas por recordar…
Recordé los veranos en la sierra de Madrid,
A los cuerpos imán de amigas adolescentes,
A sus caras heridas de acné,
A sus maneras afectadas de inmadurez,
A Rocío, que se mató en un absurdo accidente de tráfico,
A su padre que, poco a poco, murió de recuerdo,
A mi abuelo, siempre serio, que no conoció a mi novia.
A personas que ya murieron. ¡Ojalá que no sean sólo recuerdos en mi mente!
A los Bee Gees,
A la merienda en la piscina,
A los bailes en el garaje,
Al mareo del Camel a escondidas.
Recordé tan pocas cosas que me daba miedo.
El pitido del tren espantó mis recuerdos que rápido volvieron a esos oscuros rincones de la mente.

Subí al tren, miré atrás, no había nadie, ya sabía que era el último pero siempre queda la duda. Todo parecía tranquilo, como cada mañana de domingo. Era curioso: ultimo día de la semana, ultimo día del verano, ultimo día del pueblo, ultimo vagón del último tren. 

Desde la ventanilla miré al fondo del valle, un suave tapiz de arbolado se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Con un suave traqueteo el tren ganó velocidad y ascendía hacia la seguridad de las sierra. A lo lejos, una sorda detonación y un leve temblor. El muro de contención cayó y las negras aguas del gran río irrumpieron en nuestro pequeño valle para llenar la nueva presa hidroeléctrica.

Adiós querido pueblo. Bienvenido al baúl de los recuerdos.
Por Carlos Pino Cáceres
Dedicado a mis padres y hermanos, a mi mujer e hijos y al recuerdo de la adolescencia perdida.

Melancolía

Angustia que anudas el alma,
falso amor del corazón perdido,
falso anhelo del tiempo vivido,
alumbras fulgor impidiendo la calma.

Lastras el deseo del avance,
espesas las aguas del tiempo,
ahogas el remanso del recuerdo,
alimentas el espeso trance.

Telaraña que detener quieres mi vuelo,
recuerdos mil que tiran de mi alma,
escaparé y alcanzaré el cielo.

Vida es lo vivido,
presente diáfano es lo que escribo,
melancolía es un traje de recuerdo podrido.

Por Carlos Pino Cáceres
Pasos perdidos,
triste pasillo de hotel,

Habitación 602, voces, risas,
efímeras compañías,
¿en la tuya, o en la mía?.

Pasos perdidos,
triste pasillo de hotel,

Mármol pulido, pared desgarrada,
habitación 610, monólogo, televisor,
compañero de tarde desolada.

Pasos perdidos,
triste pasillo de hotel.

Fría llave, de habitación vacía,
habitación 615, chrirrían los goznes,
frío silencio, soledad fría.

Por Carlos Pino
Tiempo,
Veneno que alimentas las venas de la existencia,

Tiempo,
 Savia que nutres el anhelo de futuro,

Tiempo,
 Sin ti, inexistencia,

Tiempo,

Contigo, terminación,

Tiempo,
En ti, realidad efímera



Por Carlos Pino Cáceres