domingo, 5 de diciembre de 2010

Marina

Arturo Ortega pasaba todas las tardes sentado frente a la ventana de la pequeña sala de estar.
Le gustaba sentarse en un viejo sillón de orejas que le acompañaba desde hacía años. Se tapaba las reumáticas rodillas con las enaguas de la mesa camilla que había bajo la ventana y en la que un pequeño brasero eléctrico aliviaba sus doloridas articulaciones.
Cuando venían sus sobrinos a visitarle con la intención de sacar alguna propina a su generosa hermana Carmen, siempre le encontraban en la misma posición, mirando por aquella ventana.
-Pero tío, le decían, ¿cómo puedes pasar las tardes mirando ese horrible edificio?, refiriéndose a una casa de ladrillo sucio que habían edificado los sindicatos para sus afiliados, -ve a ver la tele y así te animarás y se te quitará esa cara de triste, le decían. Luego le daban un rápido beso en la frente y, cogiendo al vuelo el billete que apenas asomaba por el delantal de Carmen, desaparecían escaleras abajo, hasta que sus vacíos bolsillos les recordaban que debían visitar a los parientes mayores.
Arturo contestaba con un neutro asentimiento a los económicos afectos de sus sobrinos, miraba de reojo a Carmen que, casi siempre que la visitaban soltaba alguna lágrima, y, tras inspirar profundamente, volvía sus ojos al cristal de la ventana.
Lo que no sabían sus sobrinos era que cuando Arturo miraba a través de la ventana, no veía el edificio de sindicatos, ni la ropa tendida en la ventana del segundo, ni el gato que paseaba por el alfeizar de la ventana del tercero mientras esquivaba los huesos que le lanzaba el hijo de la del cuarto. Arturo, cuando miraba por aquella ventana, veía el mar, el inmenso océano donde tantas veces se había internado sin la seguridad de volver y de donde tantas veces había regresado; unas veces radiante sobre el puente o la cubierta de algún elegante velero, y otras medio ahogado y, apenas asido a algún madero, era escupido, medio muerto, en las blancas playas de alguna costa, por ese mar que te atrae con su meloso ronroneo para luego clavar sus uñas en lo más profundo del corazón y enviarte a unos abismos que hasta el diablo evitaría visitar.
Los sobrinos de Arturo no sabían que no veía las bolsas de basura almacenadas en la terraza del primero, ni al vecino del segundo fumando una amarillenta colilla en camiseta de tirantes y silbando a las jóvenes que pasaban por la calle, ni a la del tercero que se pintaba las uñas de rojo sangre para ir a bailar al local de la asociación de vecinos.
Arturo veía tempestades, montañas de agua cayendo sobre la frágil estructura de un velero que aguantaba como podía la furia de los elementos, veía compañeros que, atados con cuerdas, intentaban recoger el trapo antes de que el huracán lo desarbolara por completo, veía cómo las olas arrastraban a algún compañero y oía el grito de hombre al agua, recordaba a los que luchaban por su propia supervivencia, que si llegaban al día siguiente, arrojarían al mar otro ataúd vacío.
Sobre todo veía glaucas miradas, labios temblorosos, manos anhelantes, que le despedían desde el malecón de cien puertos a los que anhelaba regresar y de los que escapaba, aunque cada silenciosa despedida rompiera en mil trozos su remendado corazón, rumbo a la inmensa incógnita del infinito océano.
Lo que no sabían sus sobrinos era que, cuando Arturo miraba por aquella ventana, no veía el vulgar edificio sindical, ni las miserias cotidianas de sus moradores. Lo que Arturo veía era otro tiempo y otro espacio donde la vida era riesgo y aventura, amor y pasión, dolor y amargura, donde la vida era cualquier cosa menos triste y vulgar; donde la vida era “su vida”.


Por Carlos Pino Cáceres
Dedicado a mi amigo Rodrigo Ortega

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