domingo, 5 de diciembre de 2010

El último día

Hacía calor, Dios quiso que el último día del verano fuese también el último de nuestro pequeño pueblo.
Una ráfaga de aire cliente resecó mis labios a la vez que hacía rodar una escoba del desierto calle abajo.
Lentamente, me levanté del escaño en el que, tantas veces, había visto llegar trenes, marchar soldados, volver padres y marchar hijos, y llorar a mujeres solas. Caminé hacia el último vagón del último tren que iba a salir de nuestra pequeña estación. Ya no quedaba nadie, yo era el último.

Mientras recorría el breve trecho, miré hacia el fondo del valle y al igual que un torbellino, montañas de recuerdos se agolparon en mi mente.
Recordé la primera casa en la que viví: pequeño piso de barrio obrero de Madrid.
Recordé que la primera casa verdadera que tuvimos fue la de Asdrúbal. Lo pasábamos bien: dos habitaciones, cocina, y una gran patio donde comer y jugar al ping-pong. Nunca dormimos allí, a la abuela le daba miedo. Luego vino la crisis del petróleo, malvender todo y marchar al Norte.
Recordé que cerca de nuestra pequeña casa de minero había una gran mansión. Era la antigua sede social de la Sociedad Minera de P. Nosotros la llamábamos Cumbres Borrascosas, por la peli. Aunque sólo conocíamos lo que se veía desde la gran puerta de hierro, siempre excitó nuestra imaginación. Deseaba comprarla para vivir allí todos juntos para siempre… pero era imposible.
Recordé que pasábamos largos ratos pegados a la negra puerta de hierro desde donde se veían setos de matorrales abandonados flanqueando el camino de carruajes, techado por la estructura de un emparrado, entonces marchito, y al fondo, una gran casa de tres pisos.
Fachada, un día blanca, con doble puerta de madera en el centro, enmarcada con ladrillo rojo, y grandes ventanales de cuarterones.
Recordé que delante había una plazoleta de grava donde se detenían los coches de los personajes que se dirigían a jugar y fumar en el casino mientras sus mujeres se entretenían en los jardines o en la piscina. Trescientos metros bajo ellos, pobres diablos dejaban los pulmones y la vida arrancando el carbón que sustentaba su bienestar, como mi abuelo, que murió de silicosis, pero el médico puso que fue de pulmonía para no tener que pagar pensión a la viuda.
Recordé que alguna vez quisimos saltar la valla y jugar a ser señores, a tener poder, pero no nos atrevimos.
Recordé San Quintín, cuando íbamos a coger hongos, siempre nos fascinó aquel pueblo abandonado con su gigantesca y solitaria encina en la plaza de la ermita y sus blancas casas derruidas. A veces se oían ruidos, voces quedas, pero nunca vimos a nadie, supongo que algún desdichado aprovechaba lo poco que quedaba en pie.

Hay tantas cosas por recordar…
Recordé los veranos en la sierra de Madrid,
A los cuerpos imán de amigas adolescentes,
A sus caras heridas de acné,
A sus maneras afectadas de inmadurez,
A Rocío, que se mató en un absurdo accidente de tráfico,
A su padre que, poco a poco, murió de recuerdo,
A mi abuelo, siempre serio, que no conoció a mi novia.
A personas que ya murieron. ¡Ojalá que no sean sólo recuerdos en mi mente!
A los Bee Gees,
A la merienda en la piscina,
A los bailes en el garaje,
Al mareo del Camel a escondidas.
Recordé tan pocas cosas que me daba miedo.
El pitido del tren espantó mis recuerdos que rápido volvieron a esos oscuros rincones de la mente.

Subí al tren, miré atrás, no había nadie, ya sabía que era el último pero siempre queda la duda. Todo parecía tranquilo, como cada mañana de domingo. Era curioso: ultimo día de la semana, ultimo día del verano, ultimo día del pueblo, ultimo vagón del último tren. 

Desde la ventanilla miré al fondo del valle, un suave tapiz de arbolado se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Con un suave traqueteo el tren ganó velocidad y ascendía hacia la seguridad de las sierra. A lo lejos, una sorda detonación y un leve temblor. El muro de contención cayó y las negras aguas del gran río irrumpieron en nuestro pequeño valle para llenar la nueva presa hidroeléctrica.

Adiós querido pueblo. Bienvenido al baúl de los recuerdos.
Por Carlos Pino Cáceres
Dedicado a mis padres y hermanos, a mi mujer e hijos y al recuerdo de la adolescencia perdida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario